Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia
Tenemos muchos deseos, yo diría que infinitos. Deseos de todo tipo. Deseos que nosotros mismos nos damos cuenta de que algunos son más caprichos que cosas necesarias. ¿Qué supone desear la justicia? Supone desear lo que Dios desea, es decir, que se haga su voluntad: que sus hijos e hijas sean libres, felices, respetados; que sus hijos sean su imagen y semejanza en un mundo que se parezca al paraíso original. Ello conlleva compromiso, defensa de los derechos humanos, cuidado de la naturaleza y, sobre todo, no desconectar de Dios, vivir la alegría de la santidad.
Las palabras de María en el Magnificat están impregnadas del hambre y la sed de justicia, de la misericordia de Dios por los pobres. Es el canto a una transformación del mundo que empieza por la transformación del corazón. Recemos hoy con las palabras de María:
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón. Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos.
Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su santa alianza según lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
¿Qué deseos tengo en mi vida? ¿Se parecen a los de Dios?
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